26.11.09

La utopía me tiene harto


El concepto

Hace un tiempo me perseguía el capricho de escribir algo acerca de la famosa. No se teman aquí profusos estudios etimológicos, históricos o referencias a Tomás Moro. Más bien me interesa eso que se entiende hoy cuando se menciona el término.

Y navegando sobre las olas virtuales en busca de ejemplos, caí en el blog de un personajito asiduo, representante desmañado pero voluntarioso del pensamiento enemigo del pensamiento. Lo que escribe carece de otro interés que no sea antropológico, pero me interesa esta frase:

...nos burlamos de los zurdos por su fe ingenua en un paraíso socialista.

Pero que fe más estúpida, pudiendo desear el Apocalipsis. De todas formas -¿necesito aclararlo?- el personajito de marras no es tema del post, se trata de un mero inimputable. Lo que sí me interesa es la frase porque reprsenta un prejuicio compartido también por gente normal.

Sueños insensatos

Está muy extendido el concepto de que los marxistas creen en utopías, en cosas imposibles. En esto van del bracete toda clase de vivos: desde neoliberales que sólo creen en el billete hasta fascistas que sólo creen en el dios que otorga los billetes. Si algo comparten los clericales cerriles, los posmitos de ideología macrobiótica y los American Psycho del mercado financiero es un rampante desprecio por cualquier cosa que signifique cambio social. Para ellos el ser humano es necesariamente una criatura incorregible, mucho menos capaz de pensar que de obedecer a un garrote.

Cualquier propuesta en ese sentido despierta en ellos esa risa despectiva de la que se jactan como el zar Nicolás II, que ante un pedido de los zemtsvos para obtener representación política (nada revolucionario por otra parte) respondió con estirado desprecio “¡Sueños insensatos!”. La historia le probaría que hay que tener un poquitín más de cuidado.

Maldad vs. Estupidez

Me parece que era Borges quien señalaba el hecho de que lo que llamamos maldad es en realidad la expresión última de una profunda estupidez. Y creo que eso es cierto. Muchas veces me encuentro ante muestras de lo que no sé cómo calificar, si maldad intrínseca (desprecio por el ser humano, cinismo) o mera estulticia.

No sé si es una percepción mía, pero en general suele prevalecer en la sociedad la idea contraria: el cinismo es frecuentemente asociado a vaya a saberse qué clase de agudeza intelectual, mientras que las buenas intenciones parecen ser relacionadas en el mejor de los casos con candidez y falta de comprensión de las cosas “posta”.

¿De qué utopía me hablan?

Si puedo repartir un palo a la izquierda, al menos a cierta izquierda que se engolosinó con la palabreja, diré que estoy hace bastante tiempo harto de ella. Prefiero la frase del tío Vladimiro, que decía que le gustaban los soñadores, pero sólo los que intentan hacer realidad sus sueños. Parece que eso es justamente lo que despierta ese cinismo crispado, señal de alarma entre los defensores del sistema.

Y me gusta mucho más una frase de Trotsky, que con la sencilla elegancia de lo evidente despeja toneladas de basura conceptual y pone blanco sobre negro la ridiculez de los ridículos:

La base material del comunismo deberá consistir en un desarrollo tan alto del poder económico del hombre que el trabajo productivo, al dejar de ser una carga y una pena, no necesite de ningún aguijón; y que el reparto de bienes en constante abundancia, no exija más control que el de la educación, el hábito, la opinión pública.

Hablando francamente, es necesaria una gran dosis de estupidez para considerar como utópica una perspectiva a fin de cuentas tan modesta.
(La revolución traicionada, cap. III)

Me cuesta encontrar una forma tan pragmática y sobria de expresar las mejores esperanzas humanas, que como vemos no necesitan pomposos discursos sino apenas buena lógica.

¿Paraíso? ¿De qué paraíso me hablan? Estamos señalando lo mínimo indispensable que debería desear cualquiera que no sea un cretino sin remedio: que no haya –en este mundo en el que recursos y técnica no faltan– ni una persona a la que le falte algo tan estúpidamente elemental como el pan. Declarar que eso es vaya a saberse qué paraíso inalcanzable e imposible es ser… y aquí es donde no me decido: o bien un cínico que se complace en el sufrimiento humano, o bien un retrasado que repite como un loro lo que los cínicos difunden. Y no sé qué es peor.

No se trata de ningún paraíso. Entre otras cosas porque incluso alcanzado ese objetivo seguiríamos teniendo varios problemas, como por ejemplo la explotación racional de los recursos, que ya se ha demostrado imposible bajo el capitalismo. Vivimos además en un mundo que –aunque a largo plazo– está destinado a perecer, y si hoy la solución de ese tema no nos preocupa es menos porque falte mucho para que eso ocurra que porque, tal como están las cosas, ninguno de nosotros cree que a este paso la humanidad sea capaz de conservarse viva tanto tiempo.

¡Ja ja, se pudre todo! (ehhmmm... pero a mí no me toquen ¿eh?)

Por esto un mundo sin violencia y sin hambre no es algo meramente deseable, ni siquiera meramente posible, es una necesidad impostergable y urgente que si continua ignorándose hará sencillamente inviable a la especie humana en un plazo no demasiado largo.

Convencerse de que no lo es, de que sólo nos queda hacer toda la guita que podamos o rezar y esperar un milagro (típicamente las dos cosas juntas) es degradarse por debajo del último microorganismo, convertir la vida en mera duración.

Llamar “paraíso” a lo que apenas es justo y razonable equivale a plantear con todo candor una escala de valores rastrera. Por lo demás, este risueño orgullo de creerse un vivo bárbaro por resignarse a lo atroz está estrictamente supeditado a que lo atroz acontezca bien lejos de la propia persona. Vea uno lo que ocurre cuando la injusticia toca el bolsillito de estos dilectos amigos de la ironía: la cacareada ataraxia deja paso al lamento amargo y aún a la combatividad más ruidosa, lo vimos en 2001.

El trabajo

De cada quien según su capacidad a cada quien según su necesidad, famoso postulado marxista, significa que el trabajo humano no debe ser un yugo, una carga y una maldición. Es una necesidad, sí, pero no tiene por qué ser una pesadilla. Si hoy lo es, es porque vivimos en un mundo de competencia perpetua en el que nadie tiene garantizado nada. Las declaraciones de derechos humanos se convierten en papel mojado frente a la regla de hierro: si se tiene se es, si no se tiene no se es.

“De cada quien según su capacidad” significa algo tan bobo como que el ser humano no debe trabajar por encima de sus fuerzas, porque el capitalismo –en su carrera demente– impulsa al ser humano no sólo a explotar a otros sino a explotarse antes que a nadie a sí mismo. El trabajo tiene que ser una función de las capacidades creadoras, acaso orientado por las necesidades sociales, pero no espoleado por la servidumbre, el esclavismo o el crecimiento del capital.

Y “a cada quien según su necesidad” significa que el producto social total del trabajo debe y puede perfectamente satisfacer las necesidades de todos. Si esto podía ser complicado en épocas pretéritas, la técnica actual hace que esto esté lejos de cualquier delirio utópico: con los sofisticados medios de producción que posee hoy el ser humano si todos trabajáramos más o menos en la medida de nuestras posibilidades y habilidades, el producto social total de dicho trabajo alcanzaría para satisfacer nuestras necesidades, incluso las recreativas.

Y es verdad: hay que tener la cabecita muy blanda para no ver algo tan simple.

El mundo fue y será una porquería

Pero el cuestionamiento que plantean los profesionales del desaliento se apoya siempre en la famosa “naturaleza humana”: ¿y si alguien se aprovecha? ¿Y si uno no trabaja un cazzo y vive del trabajo de los demás? ¿Ves que el ser humano es una porquería?

Lo que no entienden el cínico y el desesperado (que suelen ser la misma persona) es que el hombre cambia con su situación material. Lo que los filosofastros llaman “naturaleza humana” no es más que una colección de hábitos adquiridos bajo determinadas condiciones.

A esa sociedad descripta por Trotsky, que no es “paradisíaca” sino que se limita a no ser atroz, solemos contraponer escépticamente la imagen del ser humano actual, que efectivamente acosado por numerosas miserias no parece el sujeto de una sociedad en la cual nadie toma más de lo que necesita ni produce menos de lo que puede. Y por supuesto: dichos hábitos pesarían durante un tiempo incluso bajo nuevas condiciones, pero la nueva realidad los iría borrando como ya ha borrado otros muchos a lo largo de la historia.

Si trajéramos a un hombre de la antigua Sumeria a nuestra sociedad, seguramente incurriría en hábitos adaptados a su situación primitiva. Los hábitos adquiridos no están impuestos por más coerción que la costumbre de vivir bajo determinadas condiciones. Lenin ponía un buen ejemplo: si en medio de una multitud que asiste a un concierto dos tipos se agarran a piñas, esa misma multitud civilizada se encargará de separarlos. Es una buena aproximación –para que tomen nota los anarquistas– a la autoorganización sin necesidad de coerción estatal.

El negociete

No creo que esto sea ningún gran descubrimiento: detrás de esta escala de (des)valores hay un interés. Y es el interés del privilegio. El privilegio cuenta con nuestro desaliento, con nuestra renuncia a ser y a tener un futuro. Pero renunciar al futuro es renunciar también al presente.

Para impedir toda mejora es necesario declararla imposible, inviable. Se recurre entonces a la “naturaleza humana”. El filósofo burgués pinta al ser humano ambicioso, cuya máxima expresión de virtud son la hipocresía y los buenos modales. Es decir: pinta lo que moldea una sociedad que exige precisamente esos rasgos si se quiere “triunfar”. Y entonces declara: “¿Ven? El ser humano es así, no hay vuelta que darle”.

Cuando lo lógico es señalar los muchos ejemplos de generosidad de los que es capaz el ser humano incluso bajo condiciones muy poco favorables a la generosidad. Contrariamente a lo que se difunde desde el cinismo, la tendencia natural del ser humano no es otra que la de todos los seres vivos: el conflicto es sólo un último recurso. La violencia y la depredación son taras impuestas por condiciones objetivas, no resultantes de ningún “pecado original”.

La risa idiota

No hace falta tampoco entender qué clase de régimen político podemos esperar de quien declara inviable y utópica la mera idea de dar educación, salud, comida y vivienda digna a todos y cada uno de los seres humanos ¿Para qué otra cosa se supone que existe la ciencia política?

Sin embargo, como afirma Chomsky: si se declara que nada es posible, entonces se asegura que nada sea posible. Si tenemos una chance de ser viables como especie, es tener fe. Pero no fe en los vapores del más allá sino fe en nuestras propias fuerzas aquí y ahora.

Tengamos la insolencia de afirmar que los seres humanos podemos darnos una vida digna a todos y cada uno; y aún más que eso. Entretanto, podemos ignorar esa risa gárrula y neurasténica de aquellos que se congratulan del fracaso humano. Alegrémonos de no ser como ellos, de no compartir esa perversa imbecilidad.

Hay cosas mucho más interesantes para el oído. Elvis Schoenberg no me deja mentir, escuchen lo que hace el loco con la quinta de Beethoven: